La
sociedad capitalista tiene como uno de sus rasgos principales la
opacidad. Si en los viejos modos de producción precapitalistas la
opresión y la explotación de los pueblos saltaba a la vista y adquiría
inclusive una expresión formal e institucional en jerarquías y
potestades, en el capitalismo prevalece la oscuridad y, con ella, el
desconcierto y la confusión. Fue Marx quien con el descubrimiento de la
plusvalía descorrió el velo que ocultaba la explotación a la que eran
sometidos los trabajadores “libres”, emancipados del yugo medieval . Y
fue él también quien denunció el fetichismo de la mercancía en una
sociedad en donde todo se convierte en mercancía y por lo tanto todo se
presenta fantasmagóricamente ante los ojos de la población.
Lo
anterior viene a cuento de la negación sobre el papel de la CIA en la
vida política de los países latinoamericanos, aunque no sólo en ellos.
Su permanente activismo es insoslayable y no puede pasar desapercibido
para una mirada mínimamente atenta. Peso a ello al hablarse de la crisis
en Venezuela –para tomar el ejemplo que ahora nos preocupa- y las
amenazas que se ciernen sobre ese país hermano a la “Agencia” nunca se
la nombra, salvo pocas y aisladas excepciones. La confusión que con su
opacidad y su fetichismo genera la sociedad capitalista se cobra nuevas
víctimas en el campo de la izquierda. No debería sorprender que la
derecha alentara ese encubrimiento de la CIA.
La
prensa hegemónica –en realidad, la prensa corrupta y canalla- jamás la
menciona.
Es un tema tabú para estos impostores seriales. Ni a ella, la
CIA, ni a ninguna de las otras quince agencias que constituyen en
conjunto lo que en Estados Unidos amablemente se denomina “comunidad de
inteligencia”. Eufemismos aparte, es un temible conglomerado de
dieciséis pandillas criminales financiadas con fondos del Congreso de
Estados Unidos y cuya misión es doble: recoger y analizar información y,
sobre todo, intervenir activamente en los diversos escenarios
nacionales con un rango de acción que va desde el manejo y la
manipulación de la información y el control de los medios de
comunicación hasta la captación de líderes sociales, funcionarios y
políticos, la creación de organizaciones de pantalla disimuladas como
inocentes e insospechadas ONGs dedicadas a inobjetables causas
humanitarias hasta el asesinato de líderes sociales y políticos molestos
y la infiltración en — y destrucción de- toda clase de organizaciones
populares. Varios arrepentidos y asqueados ex agentes de la CIA han
descrito todo lo anterior en sumo detalle, con nombres y fechas, lo que
me excusa de abundar sobre el tema. [1]
Que
la derecha sea cómplice del encubrimiento del protagonismo de los
aparatos de inteligencia de Estados Unidos es comprensible. Son parte
del mismo bando y protege con un muro de silencio a sus compinches y
sicarios. Lo que es absolutamente incomprensible es que representantes
de algunos sectores de la izquierda –notablemente el trotksismo-, el
progresismo y cierta intelectualidad atrapada en los embriagantes
vapores del posmodernismo se inscriban en este negacionismo donde no
sólo la CIA desaparece del horizonte de visibilidad sino también el
imperialismo. Estas dos palabras, CIA e imperialismo, ni por asomo
irrumpen en los numerosos textos escritos por personeros de aquellas
corrientes acerca del drama que hoy se desenvuelve en Venezuela y que,
ante sus ojos, parece tener como único responsable al gobierno
bolivariano. Quienes se inscriben en esa errónea — insanablemente
errónea- perspectiva de interpretación se olvidan también de la lucha de
clases, que brilla por su ausencia sobre todo en los análisis de
supuestos marxistas que no son otra cosa que “marxólogos”, esto es,
cultos doctores embriagados por las palabras, como a veces decía
Trotsky, pero que no comprenden la teoría ni mucho menos la metodología
del análisis marxista y por eso ante los ataques que sufre la revolución
bolivariana exhiben una gélida indiferencia que, en los hechos, se
convierte en complacencia con los reaccionarios planes del imperio.
Toda
esta horrible confusión, estimulada como decíamos al comienzo por la
naturaleza misma de la sociedad capitalista, se disipa en cuanto se
recuerda el sinfín de intervenciones criminales que la CIA llevó a cabo
en América Latina (y en donde fuera necesario) para desestabilizar
procesos reformistas o revolucionarios. Una somera enumeración a vuelo
de pájaro, inevitablemente incompleta, subrayaría el siniestro papel
desempeñado por “la Agencia” en Guatemala, en 1954, derrocando al
gobierno de Jacobo Árbenz organizando una invasión dirigida por un
coronel mercenario, Carlos Castillo Armas, quien luego de hacer lo que
le fuera ordenado sería asesinado tres años después en el Palacio
Presidencial. Sigamos: Haití, en 1959, sosteniendo al por entonces
amenazado régimen de François Duvalier y garantizando la perpetuidad y
el apoyo a esa criminal dinastía hasta 1986.
Ni
hablemos del intenso involucramiento de “la Agencia” en Cuba, desde los
comienzos mismos de la Revolución Cubana, actividad que continúa hasta
el día de hoy y que registra como uno de sus principales hitos la
invasión de Playa Girón en 1961; o en Brasil, 1964, asumiendo un
activísimo papel en el golpe militar que derribó al gobierno de Joao
Goulart y sumió a ese país sudamericano en una brutal dictadura que
perduró por dos décadas; en Santo Domingo, República Dominicana, en
1965, apoyando la intervención de los marines
luchando contra los patriotas dirigidos por el Coronel Francisco
Caamaño Deño; en Bolivia, en 1967, organizando la cacería del Che y
ordenando su cobarde ejecución una vez que había caído herido y
capturado en combate.
La CIA permaneció en el terreno y ante la
radicalización política que tenía lugar en Bolivia conspiró para
derribar el gobierno popular de Juan J. Torres en 1971. En Uruguay, en
1969, cuando la CIA envió a Dan Mitrione, un especialista en técnicas de
tortura, para entrenar a los militares y la policía para arrancar
confesiones a los Tupamaros. Mitrione fue ajusticiado por estos en 1970,
pero la dictadura instalada por “la embajada” desde 1969 perduró hasta
1985; en Chile, desde comienzos de los años sesenta e intensificando su
acción con la complicidad del gobierno democristiano de Eduardo Frei. La
misma noche en que Salvador Allende ganara las elecciones
presidenciales del 4 de septiembre de 1970 el presidente Richard Nixon
convocó de urgencia al Consejo Nacional de Seguridad y ordenó a la CIA
que impidiera por todos los medios la asunción del líder chileno y, en
caso de tal cosa ser imposible, no ahorrar esfuerzos ni dinero para
derrocarlo. “Ni un tornillo ni una tuerca para Chile” dijo ese patán que
luego sería desalojado de la Casa Blanca por un juicio político.
En
Argentina, en 1976, la CIA y la embajada fueron activas colaboradoras de
la dictadura genocida del general Jorge R. Videla, contando inclusive
con la desembozada ayuda y consejo del por entonces Secretario de Estado
Henry Kissinger; en Nicaragua, sosteniendo contra viento y marea a la
dictadura somocista y, a partir del triunfo del sandinismo, organizando a
la “contra” apelando inclusive al tráfico ilegal de armas y drogas
desde la misma Casa Blanca para lograr sus objetivos; en El Salvador,
desde 1980, para contener el avance de la guerrilla del Frente Farabundo
Martí de Liberación Nacional, involucrándose activamente durante los
doce años que duró la guerra civil que dejó un saldo de más de 75.000
muertos. En Granada, liquidando al gobierno marxista de Maurice Bishop.
En Panamá, 1989, invasión orquestada por la CIA para derrocar a Manuel
Noriega, un ex agente que pensó que podía independizarse de sus jefes,
ocasionando al menos 3.000 muertos en la población. En Perú, a partir de
1990, la CIA colaboró con el presidente Alberto Fujimori y su Jefe del
Servicio de Inteligencia, Vladimiro Montesinos para organizar fuerzas
paramilitares para combatir a Sendero Luminoso y, de paso, cuando
izquierdista se les pusiera a tiro, o dejando un saldo luctuoso que se
mide en miles de víctimas.
Dados estos antecedentes, ¿alguien podría
pensar que la CIA ha permanecido de brazos cruzados ante la presencia de
las FARC-EP y el ELN en Colombia, donde Estados Unidos cuenta con siete
bases militares para el despliegue de sus fuerzas? ¿O que no actúa
sistemáticamente para corroer las bases de sustentación de gobiernos
como los de Evo Morales y, en su momento, de Rafael Correa y hoy Lenín
Moreno? ¿O que se ha retirado a cuarteles de invierno y dejado de actuar
en Argentina, Brasil, y en toda esta inmensa región constituida por
América Latina y el Caribe, considerada con justa razón como la reserva
estratégica del imperio? Sólo por un alarde de ignorancia o ingenuidad
podría pensarse tal cosa.
¿Puede,
por lo tanto, alguien sorprenderse del protagonismo que la CIA está
teniendo hoy en Venezuela, el “punto caliente” del hemisferio
occidental? ¿Puede la dirigencia norteamericana –la real, el
“deep state” como dicen sus más lúcidos observadores, no los mascarones
de proa que despachan desde la Casa Blanca- ser tan pero tan inepta como
para desentenderse de la suerte que pueda correr la lucha planteada
contra la Revolución Bolivariana en el país que cuenta con las mayores
reservas probadas de petróleo del mundo?
Puede
que para el trotskismo latinoamericano y otras corrientes igualmente
extraviadas en la estratósfera política la MUD y el chavismo “sean lo
mismo” y no provoque en esas corrientes otra cosa que una suicida
indiferencia. Pero los administradores imperiales, que saben lo que está
en juego, son conscientes de que la única opción que tienen para
apoderarse del petróleo venezolano –objetivo no declarado pero
excluyente de Washington- es acabar con el gobierno de Nicolás Maduro
dejando de lado cualquier escrúpulo con tal de obtener ese resultado,
desde quemar vivas a personas a incendiar hospitales y guarderías
infantiles . Saben también que el “cambio de régimen” en Venezuela sería
un triunfo extraordinario del imperialismo norteamericano porque,
instalando en Caracas a sus peones y lacayos, los mismos que se
enorgullecen de su condición de lamebotas del imperio, ese país se
convertiría de facto en un protectorado norteamericano, montando una
farsa pseudodemocrática –como la que ya hay en varios países de la
región- que sólo una nueva oleada revolucionaria podría llegar a
desbaratar.
Y
ante esa opción, imperio versus chavismo, no hay neutralidad que valga.
No nos da lo mismo, ¡no puede darnos lo mismo una cosa o la otra! Porque
por más defectos, errores y deformaciones que haya sufrido el proceso
iniciado por Chávez en 1999; por más responsabilidad que tenga el
presidente Nicolás Maduro en evitar la desestabilización de su gobierno,
los aciertos históricos del chavismo superan ampliamente sus
desaciertos y ponerlo a salvo de la agresión norteamericana y sus
sirvientes es una obligación moral y política insoslayable para quienes
dicen defender al socialismo, la autodeterminación nacional y la
revolución anticapitalista.
Y
esto, nada menos que esto, es lo que está en juego los próximos días en
la tierra de Bolívar y de Chávez, y en esta encrucijada nadie puede
apelar a la neutralidad o la indiferencia. Sería bueno recordar la
advertencia que Dante colocó a la entrada del Séptimo Círculo del
Infierno: “este lugar, el más horrendo y ardiente del Infierno, está
reservado para aquellos que en tiempos de crisis moral optaron por la
neutralidad”. Tomar nota.
Nota
[1] Ver John Perkins, Confesiones de un gángster económico. La cara oculta del imperialismo norteamericano (Barcelona: Ediciones Urano, 2005). Edición original: Título original: Confessions of an Economic Hit Man First
published by Berrett-Koehler Publishers, Inc., San Francisco, CA, USA.
Ver también el texto pionero de Philip Agee, de 1975, Inside the
Company,y publicado en la Argentina bajo el título La CIA por dentro. Diario de un espía (Buenos Aires: Editorial Sudamericana 1987).
Un texto de Atilio A. Boron
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